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Capítulo 1: La llegada
Jerusalén. 25 de octubre.
Un hombre camina por la calle Ha-Yehudim. Es viernes por la tarde y ha comenzado a anochecer; aun así, la calle se halla muy
concurrida, básicamente por la presencia de judíos ortodoxos que se dirigen a la
cercana sinagoga de Hurva. A pesar
de ser
otoño, la temperatura es inusualmente
baja para lo habitual en esa época
del
año en la Ciudad Santa. El hombre es moreno y de estatura media, viste un sencillo jersey verde y unos pantalones vaqueros, en
la
espalda lleva colgada una pequeña mochila.
Al llegar a la altura
de la sinagoga deja de caminar y fija su mirada fugazmente en un edificio que tiene enfrente, a unos cien metros. Una furgoneta con los cristales tintados
se detiene al otro lado de la calle, solo unos segundos,
lo suficiente como para que de ella descienda un hombre de unos treinta años que se cubre con un abrigo y
se dirige hacia él.
Observa como agarra con su mano derecha algo parecido a un cilindro. Entonces, se interpone en su camino con
rapidez.
—Hola, Ismail —saluda en español al hombre del abrigo, que se
quita la prenda dejando
a la vista un chaleco
de explosivos.
—¿Quién
eres? —pregunta
igualmente en
un perfecto español.
Un judío ortodoxo con el típico
sombrero roche negro de ala ancha pasa junto a los dos
hombres. Se
dirige a las escalinatas de la sinagoga, pero cambia de
dirección mientras extrae un móvil de su americana. En cuestión de minutos la
zona se hallará rodeada de policías y soldados.
—No importa quién soy, Ismail, pero sí lo que pretendes hacer. Tu mujer y tus hijos lloran tu abandono y
te necesitan. Te esperan angustiados desde hace seis meses en
Melilla.
El
rostro de Ismail cambia de expresión, sus ojos denotan inseguridad.
—¿Cómo sabes tantas
cosas
de mí? —pregunta sorprendido Ismail.
—Sé lo suficiente. Ahora recuerda lo que dijo el profeta Mohamed: «Awal alhalat alty yatimu alhukm ealayha bayn alnaas fi yawm alqiamat hi halat safk aldima ('Los primeros casos a
ser juzgados entre la gente en el Día del Juicio serán aquellos de derramamiento de sangre')».
Ismail se retira dando un paso hacia atrás.
—Supongo
que eres un agente del
CNI (Centro Nacional
de Inteligencia español).
—No, Ismail. Soy un viajero, un visitante que se ha cruzado en tu camino, pues así
ha sido
dispuesto. Eres
un
buen hombre.
Como médico
has salvado
las
vidas
de hombres,
mujeres y niños, como
los que hay en
estos
momentos en la sinagoga.
Ismail
comienza a derrumbarse emocionalmente.
—Yo no quería hacerlo… Me han obligado. Si no me inmolo matarán a mi familia
—le dice Ismail,
mientras unas
lágrimas comienzan a brotar de sus
ojos.
Escucha
el
ruido de vehículos que se acercan. Le parece
ver movimiento en la
azotea
de un edificio situado a su izquierda. Con toda probabilidad ya se
ha preparado un dispositivo para neutralizar
al terrorista.
Se acerca a Ismail.
—Confía
en mí, Ismail. Nadie
le va a hacer
daño a tu
familia.
Apoya su mano izquierda sobre el hombro derecho de un perplejo Ismail y
lo atrae hacia él. Saca un pañuelo blanco del bolsillo del pantalón
con su mano derecha y lo alza.
A una manzana de allí, el capitán Yosef Levi daba órdenes a
los soldados israelíes para
que fueran tomando posiciones. Los tiradores ya deberían estar apuntando
con sus rifles de precisión DAN 338 a
los dos sujetos. El capitán Levi preguntó por radio en la
frecuencia asignada a los francotiradores cuál de ellos tenía visión directa. El sargento Moshé Friedman le confirmó que
la tenía, aunque no un disparo certero sobre el terrorista portador de los explosivos, puesto que
estaba abrazado al que suponía
otro terrorista.
—Capitán, el individuo
que no lleva explosivos acaba de alzar su brazo derecho mostrando lo que parece un pañuelo blanco.
Espero instrucciones.
—Joder. ¿Qué coño me está contando
sargento? ¿Qué cree que está pasando? —
preguntó enojado
Yosef Levi.
—En mi opinión se
están rindiendo,
capitán.
—Sargento, dispare en
cuanto
tenga
visión directa sobre el
fanático de
los explosivos. Es una orden.
—Lo siento,
capitán. Ya no los tengo en mi campo de
visión. Acaban de entrar en un
portal.
—Mierda —espetó Levi, mientras por radio escuchaba al coronel David Biton con su habitual tono intransigente. David Biton era el responsable de la sección antiterrorista
del ejército israelí
—Capitán, ¿por qué no han acabado aún con ese cabrón? Llevan ahí media hora y se puede producir
una carnicería en cualquier
momento.
—Lo lamento, coronel. Hemos confirmado que hay
un terrorista con un dispositivo manual para detonar un chaleco de explosivos, pero hay otro individuo que se ha
abrazado al terrorista, y que, según me ha informado uno de los tiradores, ha mostrado un pañuelo blanco. En cualquier caso, he dado orden de disparar, pero para entonces
han quedado fuera del campo de visión de los tiradores.
Han
entrado en un portal.
—Capitán Levi, ordene que
entren soldados al portal. Quiero que los neutralicen
inmediatamente.
—David… Lo más probable es que haya
residentes en
el
edificio. Si matamos
al terrorista detonará el explosivo —dijo Yosef
cuando se había alejado
lo suficiente de los soldados como para que lo escuchasen.
—¿Y qué propones, Yosef?
El coronel y
el
capitán habían servido juntos en la guerra del Líbano de 1982. Desde entonces, entre
ellos se
había establecido una amistad que
se rompió por una mujer. El coronel, por
aquel entonces teniente, mantenía
una relación con una
joven, Elina, que
se enamoró de Yosef, con el que contrajo matrimonio. Quince años después y con dos
hijos en común, Elina fue asesinada en un atentado a
un autobús. Después de
varias décadas
las viejas rencillas
habían quedado
atrás.
David Biton no se había casado, siempre había amado a Elina, y
su muerte le acercó de nuevo a su viejo amigo, Yosef.
El coronel Biton había
sido además agente
del Mossad.
—David, quizás sería
conveniente
hablar con ellos. Tengo la impresión de
que el
segundo hombre intenta evitar que el terrorista haga estallar
el chaleco explosivo. Puede
que sea nuestro as en la manga. Propongo que enviemos a alguien a negociar, o al menos
a saber que está pasando antes de que mandemos a la «caballería». Si quieres me encargo yo.
—Está
bien, Yosef. Tienes
una hora para hacerlo a tu
manera.
Suerte.
Yosef cogió un megáfono, avisó a
los soldados de su unidad de
que iba a acercarse con todas las precauciones al portal donde se habían escondido
los dos hombres, y
dio instrucciones a los francotiradores de que si levantaba el megáfono por encima de su
cabeza disparasen a los dos individuos. Cuando se estaba acercando a la sinagoga, ya la
estaban evacuando. A
una
distancia prudencial
del
portal se llevo el megáfono a la
boca.
—Soy el capitán Levi. Estoy al mando de este operativo y quiero que salgan a la calle con
los brazos en alto.
Nadie les hará daño si siguen
mis instrucciones.
—Ismail. Creo que debemos hacer lo que nos pide, de lo contrario nos matarán a
los dos.
—Nos van a matar igualmente, al menos a mí, y
si me
matan tú morirás por la explosión.
—Entonces deja
que
salga yo.
—Haz lo
que quieras, pero ya te lo he
advertido —protestó Ismail.
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