Estimados lectores:
Estoy retomando mi iniciativa de escritores autopublicados, en la que les comparto una probadita de los libros de escritores que han decidido publicarse por su cuenta, para traerles estas historias que a veces no habíamos visto antes.
En esta ocasión les traigo el prólogo y primer capítulo de un libro de romance situado en los años 90 por el escritor Robert Blake.
Sinopsis:
En el Nueva York de los años 90 donde las discotecas estaban abarrotadas, el Punk rock colapsaba las emisoras de radio y la moda Grunge inundaba de color las calles dos amantes tendrán que enfrentarse a un destino que pretende separarlos.
Roger Dempsey es un informático desengañado por el amor. Sus anteriores relaciones nunca llegaron a buen término. Pero un día mientras pasea por Central Park quedara fascinado por la incomparable belleza de una misteriosa joven que le hará recuperar la fe en el amor.
A partir de ese momento solo tendrá en mente un objetivo: Pasar el resto de la vida a su lado.
Desde ese instante emprenderá una frenética búsqueda repleta de obstáculos y dificultades para conquistar un amor que le marcara para el resto de su vida.
Déjate seducir por la historia de amor de Roger y Chantalle donde la ternura, el cariño, y la pasión conviven en una apasionante historia cargada de romanticismo.
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Los escritores autopublicados que deseen compartir por este medio el primer capítulo de su obra, vayan a las bases de la iniciativa para poder participar.
Pero antes de irnos al primer capítulo, les comparto un poco de este escritor.
Robert Blake
Autor español de novela histórica.
Lleva publicando desde el año 2017. Sus obras tienes numerosas valoraciones en amazon en países tan diversos como España, Estados Unidos y Mexico.
Sus lectores destacan el suspense y misterio que transmite en sus historias y su exquisita documentación de los distintos periodos históricos que abarca.
Robert Blake es autor de las siguientes obras:
- Las brumas del Tamesis
- El legado perdido
- Los hijos de Anubis
- Las aventuras del capitán Brugel
- Pasion en las Highlands
- El hombre de Stalingrado
- Enamorarse en Central Park
Conoce más de él en:
Ahora sí, les dejo con el inicio de este libro. ¡Disfrútenlo!
PRÓLOGO
Nueva York, 1990
Acababa
de terminar mi almuerzo, más temprano de lo habitual, en el bar situado frente
a las oficinas de mi empresa y no me apetecía regresar al trabajo antes de
tiempo.
Salí de la cafetería, miré el reloj y
comprobé que aún disponía de media hora libre, así que decidí cruzar la calle
en dirección a Central Park como lo hacía en numerosas ocasiones en las que me
sobraba tiempo.
Atravesé el sendero que conduce entre
los olmos centenarios, me subí el cuello del abrigo y apreté el paso. Una ola
de frío polar procedente de Alaska había dejado una temperatura bajo cero que
calaba los huesos desde hacía un par de días.
Al llegar al puente que cruza el lago,
pude comprobar cómo una gran multitud se agolpaba al fondo, patinando sobre el
hielo congelado la noche anterior. Era un espectáculo digno de ser plasmado en
el mejor de los lienzos.
Aún no había llegado la Navidad, pero el
ambiente festivo impregnaba hasta el más recóndito rincón de aquella ciudad.
Los más expertos se deslizaban por el hielo como cisnes majestuosos nadando en
sus estanques mientras los principiantes se colocaban los patines por primera
vez y eran fruto de las burlas de sus amigos, cayéndose y levantándose una y
otra vez sobre el resbaladizo hielo y riendo sin parar.
Justo en ese mismo momento fue cuando te
vi por primera vez. Te encontrabas con varias amigas en el margen izquierdo del
lago, llevabas un elegante abrigo de color rojo burdeos y una bufanda celeste
anudada al cuello ocultando parte de tu preciosa melena rubia. Tus ojos verdes
esmeralda me hipnotizaron al instante y tu preciosa sonrisa irradiaba tanta
vitalidad que no podía dejar de mirarte.
Enseguida pensé en bajar y alquilar unos
patines para estar a tu lado, pero, cuando miré el reloj, comprobé que tan solo
me quedaban cinco minutos para regresar al trabajo; no había tiempo suficiente.
Sin embargo, aquel se convirtió en mi
día de suerte. Comenzaste a patinar en dirección hacia el puente donde te observaba
y, justo cuando pasabas por debajo, comenzaron a caer los primeros copos de
nieve que transformaron tu precioso cabello en un manto blanco. Fue entonces
cuando levantaste la cabeza hacia el cielo y nuestras miradas se cruzaron por
primera vez, dedicándome la mejor de tus sonrisas. Fueron tan solo unos
segundos, como cuando una estrella fugaz atraviesa el cielo, pero el tiempo
suficiente para no poder apartarte de mi mente.
Un instante después corrí hacia el otro
lado del puente mientras tú lo atravesabas por debajo, y continué mirándote
hasta que te perdiste entre la multitud sin que pudiera volver a localizarte.
Al día siguiente regresé al mismo lugar
con la intención de volver a verte, pero esta vez no apareciste. Esa tarde bajé
hasta el lago, fui a preguntar a la oficina donde alquilan los patines e hice
una descripción tuya al encargado, que me miró como si estuviera loco y respondió
que era imposible recordar a nadie cuando cientos de personas patinaban a
diario en aquellas fechas.
Desde aquel momento no puedo apartarte
de mi mente, sueño contigo a todas horas y me parece verte en todas partes.
Cuando estoy sentado en el metro y alguna chica que se te parece entra por la
puerta, me levantó con la esperanza de que seas tú; cuando caminó por la calle
y distingo a lo lejos una chica rubia con abrigo burdeos corro hasta que la
alcanzo, pero nunca eres tú; cuando estoy sentado en un restaurante y desde la
ventana observó a alguien que se te parece cruzar la calle imaginó que eres tú.
Pero ninguna de ellas posee tu increíble
belleza, así que aquí continúo añorando desesperadamente volver a verte.
Una mañana que me dirigía hacia la
parada de autobús que hay frente al Moma, vi desde lejos una chica rubia que
subía al vehículo; esta vez estaba convencido de que se trataba de ti. Corrí lo
más deprisa que pude, pero cuando llegué a la parada, el autobús acababa de
arrancar. Golpeé en el lateral de la ventanilla, pero el conductor ni siquiera hizo
el amagó de detenerse. Sin embargo, conseguí oír por la ventanilla cómo alguien
te llamaba señorita Muller.
Pasé una temporada yendo a la misma
parada de autobús día tras día, pero nunca apareciste, por lo que supuse que aquel
no era tu recorrido habitual.
A pesar de que te perdí la pista y
parecía imposible que volviera a verte, no me rendí con facilidad y utilicé
todos los recursos que tenía a mi alcance. Siempre que tenía un rato libre en
la oficina ojeaba la guía telefónica y buscaba a todas las Muller de Nueva
York. La lista era casi interminable, no podía ni imaginar que aquel apellido
fuese tan popular y, sin un nombre, no había forma de localizarte.
Por otro lado, cabía la posibilidad de
que estuvieses casada y en la guía solo figuraras con el apellido de casada de
tu marido o que aún vivieras con tus padres y, en ese caso, tu nombre tampoco
estaría registrado junto al apellido.
Mis compañeros de trabajo siempre me
preguntaban por qué pasaba tanto tiempo delante de aquella guía, cada vez me
relacionaba menos con ellos durante las horas de descanso y no me quedaba más
remedio que inventar alguna vaga excusa poco creíble.
La búsqueda resultó estéril una vez más,
era como si te hubiese tragado la tierra. Comencé a pensar que simplemente eras
una turista que había pasado unos días en la gran manzana y que habías vuelto a
tu ciudad de origen, aunque aquello no dejaba de ser una simple hipótesis, ya
que en una ciudad tan poblada como Nueva York resultaba factible que no
volviésemos a cruzarnos nunca más.
Con el paso del tiempo comencé a darme
por vencido y aquella tarde en Central Park se convirtió en un lejano sueño que
jamás ocurrió en realidad.
I
Unos meses después, desperté temprano un
fin de semana en el que tenía reunión familiar. Era el cumpleaños de mi sobrina
y debía comprarle un regalo antes del mediodía. Bajé a la cocina y desayuné
cereales con miel, tortitas y un intenso café colombiano.
No tenía ni la menor idea de qué
regalarle a una niña de seis años. Subí a un taxi que me dejó en Time Square y
bajé la calle en dirección a los almacenes Goodman.
Más de media ciudad se había levantado
aquel día con la intención de realizar sus compras, era increíble la cantidad
de gente que recorría las calles un sábado por la mañana cuando todavía no
habían abierto los comercios.
Tras mirar un par de tiendas, pasé junto
a un escaparate que me hizo detenerme al instante. La casa de muñecas que
presidía su vitrina principal era una autentica obra de arte. Estaba dividida
en tres plantas y simulaba la típica familia americana de los años noventa. Sus
creadores habían cuidado hasta el más mínimo detalle: la exquisita decoración,
los coloridos vestidos, el elegante mobiliario…
Me cuestioné durante unos momentos si
aquella casa debería estar en la vitrina de un coleccionista o si, por el
contrario, duraría pocos días en las manos de una niña pequeña, ya que, al fin
y al cabo, de lo que se trataba era de jugar con ella.
No lo pensé más y entré en la tienda. Se
trataba de un lujoso establecimiento decorado al más puro estilo de los años
sesenta. Cruzar su puerta giratoria era como retroceder a la infancia de golpe,
todo tipo de juguetes y regalos se exhibían en sus estanterías: trenes
eléctricos, hermosas muñecas, laboriosas maquetas, complicados puzzles, suaves peluches,
diminutos soldaditos, elegantes bicicletas.
Las madres recorrían los pasillos
sonrientes mientras sus hijos no paraban de correr, saltar y gritar buscando
sus juguetes preferidos.
Una dependienta pelirroja de profundos
ojos azules y voz melosa se acercó en cuanto me vio entrar. Enseguida intuyó que me encontraba un poco
perdido en aquel ambiente y supuso que era el cliente perfecto para hacer una
buena venta.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó mientras su intenso perfume me
hacía retroceder hasta mis tiempos del instituto; este era idéntico al que llevaba
una compañera de pupitre.
—Quería comprar la casa de muñecas que
tienen en el escaparate —le respondí dando media vuelta y señalando junto a la
puerta principal.
—¿La Smithson? Una gran elección —dijo
mientras me acompañaba hasta la vitrina—. Se nota que es usted un gran
entendido en la materia.
La miré un tanto sorprendido, aunque
decidí no contestar nada. No sabía si me estaba tomando el pelo o simplemente
había elegido uno de los mejores juguetes del establecimiento.
Fué hasta el almacén y comprobó que
aquella era la última unidad. Entonces llamó a una compañera que ayudó a
sacarla con sumo cuidado del escaparate y ambas la llevaron hasta el mostrador
más cercano.
La dependienta introdujó la casa en una
gran caja decorada por una infinidad de pequeñas viñetas de dibujos y, acto
seguido, la envolvió en un elegante papel de satén azul que coronó con un gran
lazo rojo.
Mientras la envolvía, observé cómo una
niña que tendría aproximadamente la edad de mi sobrina no dejaba de mirarla.
Flexioné las rodillas hasta su altura y le pregunté:
—¿Te gusta la casa?
Ella asintió con la cabeza sin decir
palabra.
—¿Qué te parecería si tu mamá te la
regalara algún día?
—Genial —respondió sonriendo.
Le devolví la sonrisa, me levanté y abrí
un bote de cristal encima del mostrador repleto de pequeños bastoncillos
multicolores de caramelo y le ofrecí uno.
Antes de llevarme el regalo, quería
comprobar si era el más apropiado para una niña de su misma edad.
—¿Pagará usted con tarjeta o en
efectivo? —preguntó la dependienta colocando la bolsa encima del mostrador y
esbozando la mejor de sus sonrisas.
—En efectivo —contesté mientras sacaba
la cartera.
—Son doscientos cincuenta y cuatro
dólares impuestos incluidos.
Casi me caigo de espaldas cuando escuché
el precio de aquel artículo. Ahora comenzaba a entender por qué aseguro que era
la mejor elección de la tienda, pero ya no había marcha atrás. Pagué la casa de
muñecas, cogí la bolsa y salí del establecimiento.
Al llegar a la calle comenzó a sonar el
móvil, miré la pantalla y vi que era una llamada de mi hermana.
—Dime, Sarah —respondí cuando una señora
con varias bolsas en la mano que salía detrás mía me propinó un fuerte empujón.
—A la niña le gustaría una muñeca que
anuncian en televisión.
—Pero si ya he comprado el regalo
—repuse atónito, mientras no paraba de pasar gente de arriba debajo de la calle
y apenas podía oír la conversación por el tráfico.
—¡A las nueve de la mañana! —exclamó
gritando.
—Encontré el regalo perfecto y no lo
pensé dos veces.
—Tú nunca piensas nada —añadió
malhumorada.
—Estoy seguro de que le gustará —le
contesté y se hizo un breve silencio—. ¿Sarah? ¿Sigues ahí? —me había colgado
el teléfono.
Pensé en volver a llamarla, pero ya
había comprado el regalo y apenas me quedaba dinero en la cartera para comprar
otro juguete; aquello ya no tenía solución. Lo mejor sería hablarlo con ella
más tarde.
Mientras paseaba por la Quinta Avenida,
el ruido ensordecedor de las sirenas de policía y el martilleante claxon de los
vehículos comenzaron a producirme un poco de jaqueca.
Di media vuelta y me dirigí hacia
Broadway. Mientras recorría la calle, me deslumbró el intenso brillo de las
luces de neón, los llamativos anuncios publicitarios de las colosales
pantallas, el improvisado discurso de los profetas ambulantes, el flameante
humo del alcantarillado y el incesante murmullo de la gente subiendo y bajando
por el corazón del arte neoyorquino.
Me detuve a mirar la cartelera y
comprobé que habían estrenado varias obras interesantes en el último mes, me
acerqué hasta la taquilla y decidí comprar un par de entradas.
Volví a mirar el reloj y comprobé que mi
hermana tenía razón: me había levantado demasiado temprano.
De repente, vi cómo una señora mayor señalaba
a su nieta un enorme cartel publicitario. En él, anunciaban la exposición de
pintura impresionista que llevaba semanas queriendo visitar en el Metropolitan.
Negros nubarrones comenzaron a dibujarse
en el cielo. Por nada del mundo quería que al regalo de Gina le cayera ni una
sola gota de agua.
Ante la amenaza de tormenta, subí a un
taxi y en unos diez minutos me encontré ante las puertas del museo. Subí la
escalinata principal con el paquete a cuestas, aquel regalo pesaba más de lo
habitual. Mientras entraba
por su espléndida fachada de estilo Beaux Arts, contemplé aquel magnífico
edificio flanqueado por cuatro columnatas dobles adelantadas a tres grandes
arcos de medio punto profusamente decorados por medallones donde se
representaban a los más grandes artistas de la Historia del Arte.
Fui a preguntar a uno de los numerosos
guías en el elegante vestíbulo repleto de adornos florales, si existía algún
lugar donde poder dejar el paquete.
Me indicaron que una vez que pasara el
arco de seguridad, tenía la opción de llevarlo al guardarropa. A pesar de ser
más grande de lo habitual, no tuvieron ningún problema en aceptarlo; a aquellas
horas estaba completamente vacío. Un
segundo guía me indicó que la colección impresionista estaba en la segunda
planta; el museo contenía más de dos millones de obras procedentes de todos los
rincones del mundo y no tenía tiempo suficiente para visitar otras colecciones.
Subí por la gran escalera principal y,
tras atravesar un estrecho pasillo, llegué a la primera sala donde se exponían
bellas esculturas procedentes del minoico cretense. Algunas de sus piezas me
resultaron interesantes, pero no era aquello lo que buscaba y no le dediqué
demasiado tiempo. Recorrí un par de salas más del mismo estilo hasta que,
finalmente, encontré la exposición de arte francés.
Aquella temporada se exponían las más
bellas obras del impresionismo francés del siglo diecinueve. Había leído en una
revista especializada que aquella temporada el Louvre de Paris había prestado
parte de su obra al museo Metropolitano para que los neoyorquinos pudiéramos
contemplar aquella magnífica colección.
Era muy habitual aquella práctica entre
museos; algunas colecciones se habían convertido en itinerantes y recorrían
varios museos del mundo hasta que volvían a su lugar de origen. Los transportes
se llevaban a cabo en costosísimos viajes con los más avanzados medios de
seguridad.
En la primera sala pude admirar varios
cuadros de Manet, me detuve especialmente en “El Argenteuil”. Situado frente a
él, recorrí con la yema de mi dedo de forma imaginaria hasta el último rincón
del cuadro. Me fascinaba aquel estilo: las pinceladas cortas, los vivos
colores, la intensa luminosidad, las superficies rugosas, los marcos dorados y
el aroma de los óleos. Su composición formaba un auténtico deleite para los
amantes del arte.
Mientras contemplaba aquella obra, unos
turistas japoneses entraron en la sala y comenzaron a lanzar fotos sin hacer el
menor caso a las piezas que se exponían.
El ruido se fue incrementado y un par de
personas les pidieron que guardasen silencio. Finalmente, tuvo que acudir el
vigilante de seguridad y los acabaron desalojando.
En la siguiente estancia, descubrí
varias obras de Renoir. En “Le Moulin de la Galette” observé fuertes
tonalidades rojas y amarillas que no poseían la luminosidad de Manet, pero su
incomparable maestría con el pincel me impresionaron desde que asistí a una
exposición el año anterior de diferentes obras universales.
—Disculpe, ¿podría decirme dónde se
encuentran las obras de Miguel Ángel? —me preguntó una guapa turista con acento
europeo.
—Lo lamento, pero no puedo ayudarle —le
contesté amablemente.
—Este folleto indica que se hallan en
esta planta —me dijo desplegando una guía del museo.
Estuve mirando fijamente aquel plano y
la chica tenía razón. Sin embargo, observé que la muestra se hallaba en el otro
extremo del recinto.
—Creo que la sala que busca está en el
ala oeste —le indiqué señalando con el dedo el lugar exacto—. Debe atravesar
los claustros medievales del recinto central y, enseguida encontrará la
exposición del Renacimiento.
—Muchas gracias —me respondió esbozando
una bella sonrisa.
Continuaba absorto contemplando aquellos
cuadros cuando, de repente, escuché desde la sala contigua la voz dulce y
acompasada de una guía explicando con sumo cuidado hasta el más mínimo detalle
de cada lienzo. Enseguida me cautivó su dominio absoluto de aquellas obras.
No lo pensé dos veces y decidí acercarme
al grupo en que se encontraba. Era una chica joven de unos veintitantos años
que, de espaldas a los visitantes, explicaba con un puntero láser inocuo para
las pinturas la composición de cada cuadro. Llevaba un traje de chaqueta azul
perla hasta las rodillas, una camisa de color blanco estampado de la que solo
podía ver su cuello y unos tacones de no excesiva altura en color negro. Su
cabello estaba recogido de forma elegante con una pequeña horquilla que lo
cerraba en la parte superior, no parecía que lo tuviese demasiado largo. Su
narrativa era pura poesía, en tan solo unos instantes te cautivaba hasta tal
punto que era imposible dejar de escucharla y, por supuesto, de mirarla. Solo pude oír la
parte final de su intervención:
—En
sus Ninfeas, Monet capta el brillo de las hojas heridas por el sol, el intenso
colorido de los nenúfares, el blanco impoluto de las nubes reflejado en sus
cristalinas aguas y la sublime quietud de su manso caudal.
Una señora de traje gris hizo un
comentario a su marido elevando el tono de voz un poco más de lo debido y la
guía la miró de reojo malhumorada.
—Como pueden contemplar —prosiguió—,
desaparecen las formas y los volúmenes de estilos anteriores, dando paso a
colores dominantes sobre superficies rugosas —explicaba mientras señalaba
constantemente cada pequeño rincón del óleo—. Su composición está realizada en
varios planos, es abierta, unitaria y su eje principal divide la parte superior
del paisaje compuesto por vegetación de la inferior donde encontramos el lago.
—¿Podría decirme cómo se consiguen las
sombras? —preguntó un anciano desde el otro extremo del grupo.
—Claro. La luz es la que contribuye a
resaltar los volúmenes, y las sombras se obtienen a base de manchas de color.
Cuando terminó la explicación me acerqué
un poco más y la pude ver con más claridad. A pesar de los meses que llevaba
sin verte y que tu cabello recogido me confundió durante unos instantes, te
reconocí enseguida: eras la misma chica de la que me enamoré perdidamente
aquella tarde en Central Park.
En aquel momento fue como si el tiempo
se detuviese, me quedé completamente paralizado, sin poder dejar de mirarte.
Las manos y la frente me sudaban, y un intenso temblor
se apodero de todo mí ser. Jamás había experimentado aquella sensación con
ninguna otra mujer, era tal el hechizo que ejercías sobre mí que era incapaz de
moverme.
Poco
después, guiaste al grupo hacia la sala contigua para explicarles una nueva
obra, mientras yo me hice pasar por un integrante más de aquella visita guiada.
Cuando nos detuvimos frente al nuevo
lienzo, me acerqué todo lo que pude. Había esperado demasiado tiempo para
volver a verte y no iba a desaprovechar aquella oportunidad. Me situé en un
extremo para que no te dieses cuenta de que apenas miraba los lienzos porque
tenía frente a mí la obra de arte más perfecta que mis ojos jamás habían
contemplado. Ahora que por fin
estabas tan cerca que casi podía tocarte alargando la palma de mi mano, pude
comprobar lo increíblemente bella que eras. Tengo que reconocer que llegó el momento
en que ya no oía tu voz, se había convertido en un lejano susurro del que no
distinguía ni la más mínima palabra.
Cuando acabaste de comentar aquella
obra, te volviste de nuevo al grupo y fue cuando descubrí que llevabas un
identificativo en la solapa de la chaqueta con tu apellido escrito: Señorita
Miller.
Aquel día en la parada del autobús no lo
escuché bien y me pasé meses buscándote con otro apellido diferente.
Continuamos la visita guiada durante un
par de salas hasta que llegamos al final de la exposición. Durante todo ese tiempo era incapaz de
pensar en nada, mi mente se había quedado en blanco; solo fui capaz de
reaccionar cuando vi cómo los integrantes del grupo se despedían de ti uno a
uno dándote las gracias por tan brillante exposición. Enseguida me di cuenta de
que no podía dejar pasar aquella nueva oportunidad que el destino nos había
brindado. Pero estaba tan
nervioso que era incapaz de pensar con claridad, no podía ir hasta ti y
preguntarte, “¿te acuerdas de aquella tarde cuando nuestras miradas se cruzaron
bajo la nieve? ” Estaba convencido de que no te acordarías de mí y, si te decía
que llevaba meses buscándote, pensarías que estaba loco. No tenía ni la menor
idea de cómo actuar.
Me quedé al final del grupo para ganar
el tiempo suficiente de idear algo. La
pareja que iba delante de mí se despidió y nuestras miradas se cruzaron por
fin. Volviste a dedicarme una sonrisa tan encantadora como la tarde en que nos
vimos.
—Tengo que felicitarla por su exposición
—exclamé con admiración mientras te estrechaba la mano—. Me encantaría volver a
realizar una visita otro día.
—Es muy amable por su parte —respondiste
halagada—. Pero hoy es mi última visita guiada en el museo.
Aquello me impacto de tal modo que me
quedé de piedra al escucharte pronunciar aquellas palabras. Creo que te diste
cuenta de la decepción reflejada en mi rostro y solo pudiste asentir levemente
con la cabeza en aquellos instantes.
—Podría inscribirle en el grupo de mi
compañera. Realizan otra visita el lunes —propusiste sonriendo—. Es una gran
profesional.
—Gracias —repuse cabizbajo—. Se lo
agradezco.
Me volviste a estrechar la mano y te
despediste de mí cruzando la sala de camino de la recepción. Me quedé unos
momentos paralizado sin saber qué hacer, pero una fuerza interior me hizo
correr hacia a ti y te alcancé junto antes de que llegaras al área privada del
museo.
—Disculpe que la moleste de nuevo —dije
cortándote el paso al tiempo que me mirabas un tanto sorprendida—. No dudo que
su compañera sea una gran experta, pero estoy convencido de que no posee su
enorme sensibilidad.
—Gracias —añadiste esta vez con un hilo
de voz, creo que mi insistencia comenzaba a cansarte.
—¿Qué le parecería realizar una visita
privada? —hice una breve pausa esperando tu reacción y añadí—. El día y a la
hora que mejor le convenga.
Permaneciste en silencio durante unos segundos
sopesando la propuesta hasta que me respondiste:
—Lo siento mucho, señor.
—Roger, es mi nombre —contesté
presentándome.
—Nos está prohibido a los integrantes
del museo realizar visitas privadas —cambiaste el semblante y saliste por la
puerta de servicio.
Me quedé unos momentos en silencio
sopesando si no había abordado el asunto de la mejor manera posible. Después,
abandoné el museo cabizbajo, con una sensación de profunda impotencia. Al fin
te había encontrado y de nuevo volvía a perderte.
Cuando bajaba la escalinata, miré la
hora y comprobé que había pasado allí toda la mañana; perdí la noción del
tiempo por completo. La fiesta de cumpleaños de mi sobrina había comenzado
hacía más de una hora y comencé a temer la reacción de mi hermana.
Cogí un taxi lo más rápido que pude y me
dirigí a su casa. Cuando llegué, ella y su marido me recibieron de morros y mi
sobrina tampoco se alegró de verme, esperaba que estuviera presente cuando
trajeron la tarta y sopló las velas.
El salón había sido decorado con una
infinidad de globos y serpentinas y había una enorme mesa repleta de sándwiches
y refrescos. La fiesta estaba repleta de niños del colegio que corrían por
todos lados formando un gran alboroto.
Como nadie me hacía el menor caso, me
senté en una silla y probé uno de los sándwiches de jamón y queso, no había
probado bocado desde el desayuno.
A
pesar del infernal ruido me aislé del entorno y comencé a pensar en mi
infancia. Desde pequeño siempre fui el ojito derecho de mis padres lo que
provoco desde muy temprano la ira y los celos de mi hermana mayor, aunque ella
nunca quiso reconocerlo.
Con
el paso de los años nuestra relación comenzó a mejorar. Sin embargo, el hecho
de que ella fuese la hermana mayor siempre condiciono nuestro trato, su fuerte
carácter y su temprana madurez contrastaban con la fase rebelde y alocada que
atravesé durante mi adolescencia. Aquello llevo a ver a mi hermana como una
segunda madre, siempre estaba recriminando mi actitud y más que una relación entre
hermanos parecía una sumisión hacia ella. A pesar de todo, no discutíamos demasiado,
acabe aceptando mi papel de hermano menor y me acostumbre al carácter autoritario
de mi hermana, que pese a ello poseía un gran corazón. A veces estábamos varios
días sin hablarnos, pero pronto las aguas volvían a su cauce.
Cuando
comprobé que mi sobrina estaba a solas con mi hermana, me levanté y le di el
regalo. La niña enloqueció cuando abrió la casa de muñecas. No quiso saber nada
más del resto de los juguetes y corrió a abrazarme lo más fuerte que pudo.
Gina era una hermosa niña de mejillas
sonrosadas con un precioso cabello negro ondulado y abundantes pecas que había
heredado los intensos ojos azules que distinguían a nuestra familia por parte
materna.
Mi hermana estaba tan sorprendida que,
incluso, pareció cambiar el semblante durante unos instantes, aunque continuó
sin dirigirme la palabra durante toda la tarde; algo que realmente le agradecí,
ya que no me apetecía charlar con nadie en aquellos momentos.
Cuando acabó el cumpleaños y abandone la
casa me despidió con una sonrisa y me dijo:
—Continúas siendo incorregible.
hola linda!
ResponderBorrarno conocía este libro pero creo que puede gustarme.
te felicito por esta iniciativa, es genial para conocer nuevos autores.
un beso!