Había dejado un poco abandonada mi iniciativa de escritores autopublicados, pero aquí la traigo de vuelta, y con un libro que se ve buenísimo (para participar en la iniciativa, lean las bases aquí).
"De postre, venganza" es un libro del escritor Fernando Llordén Brota que mezcla elementos históricos con la emoción de un thriller.
Pueden comprarlo en:
(Y está gratis con Kindle Unlimited)
Lean el primer capítulo para darle una probadita a esta historia.
El siglo XX se presenta como una época de cambios para la sociedad que lo vive. El desarrollo industrial, los avances en las infraestructuras y la evolución de una sociedad que -sobre el papel- ha abolido la esclavitud es cosa del pasado para Jared Norwood, quien deambula por sus últimos días de vida entre las rejas de la prisión de Northampton. Pero él también tiene sus propios cambios. La muerte por ahorcamiento ha sido sustituida y la nueva pena -la silla eléctrica- se va a implantar, siendo él uno de los primeros en sufrirla. Los días transcurren sin más esperanza que la de que terminen cuanto antes, pero cuando a Jared se le presenta una mínima oportunidad, la exprime para iniciar una nueva vida.Nuestro protagonista deberá desentrañar qué se esconde tras el asesinato de su mujer. Habrá amor, habrá odio. Habrá amistad, habrá violencia. Embárcate con él en un thriller histórico de superación y renovación, donde te mezclarás con una sociedad cambiante tras la guerra civil estadounidense. Narrada con una escritura cruda que te sumerge dentro de la historia, ahora puedes descubrir una novela de la que no te arrepentirás.
Book trailer
Prólogo
0
Cada pestañeo
era un suicidio.
Sus ojos enrojecidos
suplicaban clemencia al humo que se alzaba
ante sí, dominándolo
todo, una espesa
bruma a través
de la cual solo alcanzaban
a ver los barrotes de su celda.
A lo lejos, se escuchaban con claridad unos alaridos inhumanos,
quejidos espeluznantes de un sufrimiento
inenarrable. Pero bastante
de qué preocuparse
tenía consigo mismo,
no podía lidiar
con el padecimiento
de nadie más.
Necesitaba de un enorme
esfuerzo para mantener
el equilibrio, y con un gran ardor recorriendo sus extremidades, logró erguirse. El calor sofocante
se hizo más presente con el movimiento,
tuvo que reprimir
la tentación de dejarse vencer
y volver al suelo. Avanzó
un mísero paso, entonces fue cuando sus rodillas temblaron.
“¿Cómo esperas
salir de aquí, si ni siquiera eres capaz de tenerte en pie?”, se recriminó.
Se acercó
lo máximo posible
al pasillo. Los gritos se hicieron más presentes, el humo más denso, y todo cuanto
veía estaba poblado
por un ambiente
rojizo, desde las paredes, otrora
blancas, hasta el suelo, que había perdido
el tono grisáceo
característico en él. El fuego había invadido
su amargo hogar,
el fuego se había apoderado
de la prisión.
-¿Alguien me oye? ¡¿Alguien
puede ayudarme?! –por más que alzó la voz, no obtuvo respuesta.
Presa de su desesperación, tiró de los barrotes, que lógicamente negaron
como respuesta; su temperatura le hizo soltarlos
al instante. Aulló de dolor,
y supo que esa quemadura
duraría varios días. “¿Varios días?”
rio, consciente del poco futuro
que en ese momento se le podía presagiar.
Anduvo varios
pasos hacia atrás hasta que su espalda
topó con la pared de la celda.
Se armó de un agónico
valor, e imprimió
todas las fuerzas
restantes en una carrera de tres pasos,
que culminó con una patada
al metal, pero los barrotes
no cedieron. Quien sí lo hizo fue su endeble
cuerpo, que dio de bruces
contra el suelo,
de vuelta a la situación
inicial.
Una sensación
de delirio e indefensión acudió
a arroparlo, a calmar su profunda aflicción.
El sudor caía a mares desde todos los rincones
de su cuerpo,
y jadeaba entrecortadamente a escasos centímetros
del suelo, observando
con ojos confusos
las palmas de ambas manos,
que aguantaban de manera estoica
los escombros de un hombre
sin más senderos
que recorrer. Él solamente pudo lamentarse por todos sus errores, y cerró los ojos con intensidad hasta que sintió
el dolor en el interior
de las cuencas.
Llegado al final del camino,
masculló un indescifrable
lamento, una última
excusa para alguien
que no podría
escucharle:
“Siento no haber estado
cuando me necesitaste.
Cambiaría el resto de mi vida solamente
por tener una nueva opción
de acudir en tu ayuda”.
Un par de minutos
después, cuando logró recobrar la serenidad, escuchó
unos tenues lamentos
que provenían del pasillo. Se acercó, a rastras, y observó cómo otra figura,
también a rastras,
lo atravesaba con la lentitud
de quien se sabe perdido.
-¡Eh! ¡Cooley!
¿Eres tú? –la figura giró su cabeza,
pero no dio señal en uno u otro sentido-.
¡Ayúdame, Cooley!
-¡Cooley! –gritaba
otra voz desde el extremo
opuesto del pasillo.
Gary Cooley,
en caso de tratarse de él, continuó
avanzando. Gateaba de una manera
deplorable, y tenía buena parte del uniforme
hecho jirones, quemado
y adherido a la piel. Cada vez más habituado
al humo, pudo apreciar que también su cara estaba
parcialmente quemada. Cooley
se arrastraba en busca de una salida,
sollozando sin cesar,
pero las expectativas
fuera de la celda eran peores que las propias,
dentro de ella. Cuando quedó fuera de su vista,
le pareció escuchar
cómo se desplomaba
en el suelo abrasador.
Su respiración
se dificultaba con el paso del tiempo,
y la posibilidad
de una muerte
entre las llamas
se hacía más palpable con cada bocanada
de aire que estaba obligado
a tomar. El fantasma de Cooley se hizo presente,
pidiéndole que le acompañase. Tosió repetidas veces,
y fue consciente,
angustiosamente, de cómo ese color rojizo que todo lo poblaba se intensificaba poco a poco, batallando contra
una niebla también
omnipresente. El fuego acechaba.
“No sé por qué estoy tan preocupado; a fin de cuentas, me quedaban trece días de vida”, ironizó
tristemente.
Y de esta manera,
con la muerte
aguardando guadaña en mano al final de uno y otro camino,
sintió cómo suelo y techo danzaban de forma confusa,
zarandeando sus frágiles
perspectivas de una utópica salvación,
y Jared Norwood
supo que iba a morir.
FUEGO
1
Miércoles,
07 de agosto
de 1901
Con una pequeña piedra,
rasgaba cansinamente la irregular pared de su celda. Una marca más: un día más en la vida de un presidiario, un día menos en el cautiverio al que llamaban
vida. Se hallaba
sentado en el suelo, en una esquina
de la estancia,
los huesos de la espalda
apoyados en el impasible cemento,
convirtiendo los minutos
en horas y las horas en días.
Con la desgana habitual,
contó todos esos trazos que diariamente señalaba,
y le dio como resultado
cuatrocientos treinta y nueve. Cuatrocientos
treinta y nueve días desde que todo le fue arrebatado. Cuatrocientos
treinta y nueve días encerrado
entre rejas. Cuatrocientos
treinta y nueve días desde que la vida dejó de tener sentido.
-¡Cooley! –se alzó una voz a lo lejos.
-Sí, Stanley.
Dime –la segunda,
servicial, respondió al instante, queriendo
agradar.
-¿Está todo preparado?
-Eso creo, al menos –reconoció-. Todo lo preparado
que puede estar algo tan nuevo.
-No podemos
tener fallos. El alcaide Peltier
ha insistido en que hagamos
caso a ese hombre en todo lo que nos diga. Él es el único que entiende el aparato.
-De acuerdo,
Stan. ¿Sabemos ya quién va a atender
a la prensa?
-Peltier, por supuesto. ¿Quién
si no?
-Ya, claro.
-Y me ha pedido
que le acompañe
–anunció tras una estudiada pausa.
-Vaya, ¡qué honor! ¿Por eso te has arreglado
tanto? –rio Cooley.
-No digas tonterías –fue la respuesta
de Stanley Gibbons,
haciéndose el ofendido.
Un circo.
En eso se había convertido
la prisión de Northampton. Ya no se trataba de que los presos cumplieran
su condena y reingresaran de nuevo en la sociedad,
como tanto proclamaba
el Estado a bombo y platillo. Eso, si en algún momento
había sido real, no era aplicable al Módulo C, donde Jared se encontraba
preso. Si alguien
cumplía su condena
en el Módulo
C, no podía salir con vida de la prisión.
Además, el establecimiento contaba
con un nuevo juguetito, la famosa silla eléctrica que tantos titulares
generaba y tanta polémica sembraba
allá por donde se hablase
de ella. Pocas semanas después
de ingresar Jared en prisión,
el alcaide Peltier
informaba a los presos del Módulo C de que el Estado
de Massachusetts había decidido adoptar
este método como medio para ejecutar a sus presos
a partir de la fecha,
en el año 1900[1].
Sin embargo,
pasaría más de un año sin que tal medida
se hiciese efectiva,
hasta que, un mes atrás,
el guardia Stanley
Gibbons anunciase a pleno pulmón,
previos golpes de porra en los barrotes
de una celda a modo de aviso,
que la ejecución
de Evan Edwards,
fijada para el 7 de Agosto de 1901, sería la primera
en la Penitenciaría
del Condado de Hampshire, situada
en Northampton, en la que se hiciese
uso de la afamada silla eléctrica.
-¿A cuántos
han frito ya con este aparato? –preguntó
Cooley.
-¿De verdad
esperas que lo sepa? –los carrillos rollizos
de Gibbons se movieron arriba
y abajo en señal de protesta.
-No sé, como vas a hablar
con la prensa,
pensé que estarías
más informado.
-En todo el país no lo sé, pero en Massachusetts, no más de diez presos.
-Seguro que huele a quemado en todo el módulo –rio-.
Con lo fácil que era ahorcarlos…
-Y ese cabrón de Edwards está ilusionado por ser el primero del condado.
-Bueno, va a hacer historia en Northampton. ¡Déjalo
soñar!
Ambos guardias continuaron
regodeándose, pero su caminar les alejaba y sus voces se fueron
atenuando hasta el punto de hacerse inaudibles
para Jared. Trataba
de escuchar la conversación con desgana, rayando
sobre rayado en la pared,
a su derecha.
Una rata cruzó veloz la celda, desde un diminuto
agujero a ras de suelo hasta pasar por debajo
de los barrotes
de la misma.
“¡Si todo fuera tan fácil para mí, amiga mía!” Una vez en el pasillo, se detuvo brevemente
en un diminuto
mendrugo de pan, caído con seguridad del último reparto
de comida. Lo devoró con celeridad y continuó su camino. Mala imagen, desde luego, para la prensa
que estaba por llegar.
Jared miró frente a sí, la celda de Evan Edwards
estaba vacía. Las pruebas con la silla eléctrica estaban
a punto de comenzar, y el preso no se encontraba en el módulo.
Por su buena conducta, el alcaide le había permitido
un par de horas en el patio de la prisión, obviamente
bajo la vigilancia
de dos guardias.
Eso era en la teoría.
En la práctica,
el alcaide no quería que Edwards se hallara presente
mientras se hacían
las pruebas, pues cabía la posibilidad de que se alterase y montase un espectáculo frente
a los periodistas.
Todo el mundo lo sabía,
a excepción del propio Edwards,
quien se había pavoneado de su permiso
para respirar aire puro por última vez.
“Disfrútalo, Edwards.
Ya veremos si el resto tenemos esa posibilidad”.
-Norwood –llamó
una voz, un par de celdas a su derecha.
-Déjame, Robertson
–fue la respuesta
de Jared.
-¿Ya estás con lo de siempre?
¡Tenemos que entretenernos
con algo!
-No hablo con violadores,
ya te lo he dicho mil veces.
-¡Ja! –rio una tercera
voz, la de Brett Barlow,
desde la celda que se encontraba a su izquierda-
Nadie está a tu nivel,
Jared. Tú te conformaste con matar a tu mujer.
Jared cerró los ojos, y los apretó con fuerza hasta que sintió
el dolor en su interior,
en un gesto causado por la frustración
y ya habitual
en él desde que cayó en la celda del Módulo C. Comenzaron a humedecérsele, y no sabía si era a causa de ese dolor, de la acusación
de Barlow, o del cada vez más lejano recuerdo
de Grace.
No quiso responder a su oponente
dialéctico, pues ya habían tenido
esa discusión en decenas de ocasiones. Sin embargo, Robertson
el violador salió en su ayuda.
-No le toques ese tema, Brett.
Todos tenemos un punto débil en el que no hay que hurgar –afirmó
antes de sonreír
maliciosamente-. ¿Acaso tú quieres que hablemos de tu mam…?
-¡Deja a mi madre en paz, trozo de mierda! –estalló
el otro preso desde su celda.
-¿Ves? –Robertson
apenas podía contener
la carcajada que pedía paso a través
de sus palabras-
Pues eso mismo es lo que le has provocado
a Norwood.
-Pero yo al menos reconozco mis crímenes. No me las doy de ciudadano perfecto
y fuera de su sitio como él. Todos los que estamos
aquí es porque
lo merecemos.
Jared escuchaba
la discusión como si no estuviesen hablando
de él. Siempre
pensaba en lo curiosa que resultaba la personalidad de Shane Robertson,
que había violado
y asesinado a más de cinco mujeres,
y tras las rejas era una persona
de lo más sociable y empática. Barlow,
por su parte,
sí reflejaba lo que realmente
era, y estaba
en el Módulo
C después de secuestrar a dos niños y matar a uno de ellos cuando se vio acorralado.
-¡Ya estoy aquí, chicas!
–Daryl Shaw volvía
de la enfermería,
y acompañó el comentario de una carcajada.
-¡Ya era hora! –contestó
Barlow- ¿Te han curado tus pupitas? –se burló.
-Solo quería
dar un paseo –contestó él, que venía acompañado de un guardia-.
¿Qué tal lo habéis pasado
sin mí?
-Ya sabes,
lo de siempre.
-Imagino. Tú te aburres
–señaló a Robertson-,
tú te crees superior a los demás –dijo mirando
a Jared- y tú estás llorando por tu mamaíta.
-¡No hables
de mi madre!
Todos rieron,
a excepción de Brett Barlow.
Incluso Jared esbozó
una escueta sonrisa.
Era agradable, por una vez, no ser el foco del ataque
más cruel. Daryl Shaw, el recién llegado,
era el preso más problemático
de todo el módulo. Se autolesionaba constantemente para que lo llevaran a la enfermería,
trataba de burlarse
de los guardias
e incluso en más de una ocasión
los había golpeado.
Esa actitud le acarreaba continuas
visitas al cuarto
de castigo, aislado
del resto de presos, con lo que, de un modo u otro, se podía decir que vivía más tiempo
fuera de su celda que en el interior de la misma.
En libertad, había asesinado a más de veinte personas
hasta que, finalmente,
la justicia consiguió
colocarle tras las rejas. Caminaba
hacia su escaño
sin prisa alguna,
como la pulga que se ha acomodado
en el pelaje
de un perro y campa a sus anchas por todos los recovecos de su cuerpo.
El propio Daryl podría ser perfectamente víctima
de dicho insecto,
a juzgar por su aspecto.
Bajo esa sonrisa
prepotente, el reo movía con brío un cuerpo delgado
que trataba de ocultarse tras su camiseta
blancuzca de tirantes,
plagada de manchas
de diferentes tonalidades,
donde dominaban los marrones por la mugre de la celda, y los rojizos
por los restos
de sangre que él mismo se había ocasionado.
Todos estos presos, junto con el ausente Evan Edwards, conformaban
la plantilla de reclusos del Módulo C de la prisión de Northampton. Jared Norwood intentaba
mantenerse siempre a una distancia
prudencial de ellos,
evitando congraciarse con cualquiera.
Tras unos minutos de silencio, la iluminación del corredor comenzó
a titilar. Parpadeaba
durante unos segundos,
para después recobrar
su vigor habitual.
Así sucedió en tres ocasiones,
y durante la última de ellas, Daryl Shaw exclamó:
-¿Acaso no has pagado
la factura, Peltier?
Todo el corredor estalló
en una sonora
carcajada.
-¡Cállate, Shaw! –reprendió Cooley
– ¡Eso que acabas de presenciar es lo que pasará cuando
te frían los sesos!
Un sonriente
Evan Edwards apareció
por la puerta
que daba al exterior, esposado
y acompañado por Turner, uno de los guardias más jóvenes. Ajeno a su próxima ejecución,
su semblante era el de un niño que salía de casa a jugar con sus amigos.
-¡Qué buen tiempo hace! –anunció levantando
la cabeza- Corre un aire como el que hacía en mi granja de Amherst.
-¿Ah, sí? Y, ¿cuándo
volverás a esa granja? –fue el triste
intento de mofa de Barlow,
pero nadie rio con él.
-En un par de horas, Brett,
no tengas prisa.
-¿Sabes, Evan? –intervino Daryl-
Han estado afinando
tu máquina. Yo diría que funciona de maravilla. En un ratito
estaremos oliendo a pollo frito por aquí.
Daryl Shaw era el león de la manada,
y en este caso, Barlow
se carcajeó con él.
-Dejadme en paz, solo quiero irme tranquilo.
-¿Has visto,
Daryl? Ya le has enfadado.
-No te preocupes, Evan. La parte buena es que no puede durarte
mucho el enfado.
Edwards no respondió, pero ya en el interior
de su celda,
se acostó boca abajo en su camastro,
y con seguridad,
lloró las últimas
lágrimas de su vida. No tardaron en venir dos guardias con presteza, Gibbons
a la cabeza,
a llevarse al entristecido condenado
a su cita con un fatídico destino.
El resto de reclusos, por difícil que parezca, respetó
su último momento
en el corredor,
y mantuvo el silencio mientras
la comitiva abandonaba
el Módulo C. Cuando los cuatro presos
se quedaron a solas, y el silencio
comenzó a hacerse
incómodo, Jared espetó:
-Ahí te has pasado,
Daryl. Le has chafado sus últimos minutos
con vida.
-Que te jodan, Norwood.
Con la lista de pecados
que cuelga de mi espalda,
te puedo asegurar
que esto no va a ser lo que me mande al infierno –alegó
a la vez que lanzaba
un escupitajo al suelo.
-A ver, reclusos –Gibbons
trató de llamar
la atención, pero al ver su nulo resultado, golpeó
un barrote con su porra–
¡Reclusos del Módulo
C! –esta vez se hizo el silencio-
El alcaide se está acercando
con la prensa.
No creo que haga falta que os diga que debéis portaros
bien, como si estuvierais en el colegio.
El niño que no se porte bien –dijo con tono burlón-
tendrá que pasar un día en aislamiento.
Shaw, sé que a ti te gusta visitarlo, pero no me tientes esta vez.
-Sí, señorita
–contestó Daryl, continuando
con la burla.
-Más te vale.
Comenzó a escucharse una lejana algarabía,
cuyo fragor aumentaba
con el paso de los segundos. Al momento, apareció
Brandon Peltier, rodeado
por una decena
de periodistas que no se perdían un solo pestañeo
del alcaide. Varios
de ellos portaban
sus cámaras fotográficas,
y Peltier, más acicalado de lo habitual
y con su pelo blanco
reluciente ante las mismas, no dejaba de devolverles la mirada.
-Como les decía, hoy es un día histórico
para nuestro establecimiento. La silla es un método
mucho más efectivo
que la horca,
por no hablar
del menor sufrimiento
del preso. Este es el Módulo C, donde el señor Edwards
ha pasado sus dos últimos
años de vida.
Peltier se daba importancia,
y había organizado
una parada en la celda de Evan. Los periodistas
tomaban apresuradamente sus notas, y fotografiaban un habitáculo vacío,
totalmente idéntico a los demás.
Algunos de ellos,
intimidados ante la presencia de los condenados
presentes, lanzaban miradas
furtivas a ambos lados, temiendo
por su seguridad.
No contribuyó a su tranquilidad
que Daryl Shaw guiñase el ojo y sacase la lengua a quien posara
su mirada en él. Mientras
tanto, las preguntas
se le amontonaban
al alcaide, que iba atajando
con un gesto de la mano a los redactores.
-Sí, las pruebas con la máquina
han salido a la perfección.
Está todo dispuesto
para la ejecución.
El mismo bullicio que habían ocasionado
al ocupar el corredor fue el que causaron a la hora de salir.
Brandon Peltier continuaba
contestando preguntas, y Stanley Gibbons
le secundaba esta vez. El séquito de periodistas cercaba
a ambos con la mayor proximidad que les permitían.
-Eso es lo que somos, carnaza
para la prensa
–sentenció Robertson, resumiendo
el sentir de los condenados.
La tarde era de lo más entretenida en el pasillo
del Módulo C, pero todavía
aguardaba una sorpresa
más. Inmediatamente después
de la cena de los reclusos, los guardias Cooley
y Turner hicieron
acto de presencia
con un bizcocho
repartido en varios
platos. Comenzaba a ser tradición
en el corredor
de la prisión
de Northampton que el preso que finalizaba
sus días obsequiase
a sus compañeros
con su postre,
en señal de camaradería. Los inquilinos del pasillo estallaron
en gritos de alegría, y los acompañaron
con ruidosos golpes
a los barrotes
de sus respectivas
celdas.
No había ejecuciones a diario, por lo que una ocasión
como esa representaba
un manjar para los ocupantes
del Módulo C. Robertson ya comenzaba a paladear el bizcocho cuando
Daryl preguntó:
-¿Dónde está el mío?
-Amigo Shaw –informó Cooley
con una creciente
sonrisa-, una de las últimas
peticiones del inminente
difunto Evan Edwards
ha sido, expresamente,
que entreguemos un trozo de la tarta a todos sus compañeros,
a excepción de ti. Como ese trozo no se podía desperdiciar,
he decidido comérmelo
yo.
Gary Cooley
situó una silla frente a la celda de Daryl,
y con toda la parsimonia
del mundo, comenzó
a deleitarse con su postre.
-Es una pena –decía-,
porque yo puedo comerme uno de estos cualquier día, mientras que tú solo tienes… ¿cinco?
¿seis? oportunidades al año.
-Esta me la guardo,
Cooley –dispuso Daryl-.
Y Edwards tiene suerte de que ya no le puedo coger.
-Por eso lo ha hecho, Shaw. Tenlo por seguro.
Jared había asistido al espectáculo en total silencio,
mientras engullía su porción de bizcocho. Pensaba
en el día a día de la prisión, en Edwards, que estaría próximo
a morir. Pensaba
en Grace.
Las luces del corredor
volvieron a parpadear
en intervalos de un minuto
aproximadamente, y todos enmudecieron. Shaw no reía, consciente de que esta vez, la silla había dictado sentencia.
Jared tragó el último bocado
de su postre,
uno cuyo sabor no le había endulzado
el día. Deseó en silencio
un próspero descanso
para Evan Edwards,
y miró a su izquierda.
Una nueva retahíla
de rasguños en la pared,
opuesta a la que marcaba
cuatrocientos treinta y nueve, marcaba
un número distinto.
Este número no aumentaba con el paso de los días, sino que menguaba.
Hizo la cruz en una de las marcas,
y también con la desgana
habitual, contó las que no estaban tachadas.
En la cuenta
atrás de la vida de Jared Norwood,
ochenta y un días marcaban
su destino.
¡Espero les haya gustado!
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Hola!! Pues primero de todo me encanta la iniciativa la verdad, y esta historia además creo que puede llegar a interesarme así que me la apunto.
ResponderBorrarUn abrazo y felices lecturas ☪️💜
Hay muchas joyas escondidas en los libros autopublicados♥
BorrarGracias por tu visita!!