En esta ocasión, y continuando con la Iniciativa de Escritores Autopublicados (para unirse a la iniciativa las bases están en este enlace), les compartiré un fragmento que nos comparte el escritor Gabriel Rodríguez Paez de su libro "No te fíes de las voces".
Recuerden que si quieren apoyar a los Escritores Autopublicados, ¡compren el libro aquí!.
Juan y Jhon son dos personajes tan dispares como similares. Viven su jornada laboral (que es la misma) desde su óptico personal (que es distinta). Sin embargo, descubrirán que aquello que los separa es, precisamente, lo que terminará por unirlos. Las caras de la moneda, aunque diferentes, son la misma moneda.
Detalles del producto
📑Formatos y precio: Kindle (5,97€)/ tapa blanda (6,16€)
📑Longitud de impresión: 73
📑Vendido por: Amazon Media
📑ASIN: B074FWSX8W
📑Enlaces de compra: Amazon
I
El humo de ese cigarrillo que la
fría madrugada le enseñó a saborear le anunciaba la llegada de una nueva
jornada laboral a la que debía resignarse para asegurar su comodidad. Jornada laboral idéntica a incontables días
anteriores, a interminables horas cargadas de hastío donde se obligaba a no
pensar para no tener que discutir con su conciencia. Mientras lentamente aspiraba el humo del
venteavo cigarrillo que su cenicero sostenía, como una película recreaba los
instantes de su quehacer rutinario. Minuto a minuto imaginaba las actividades que
ejecutaba diariamente sin tener mayor aliciente que en llegar a esa hora de la
madrugada donde buscaba fumando el acicate preciso para sobrevivir a otro día,
pero la tarea día tras día lo desencantaba: no había ningún estímulo. Debía salir a trabajar y volver a casa para
dormir, levantarse, bañarse, vestirse y aguardar la hora para repetir
implacablemente el ciclo. No podía hacer
nada más que repetirlo. Por esa razón se
odiaba. Y se odiaba más de lo que cualquier
hombre podría soportarlo. Sin embargo,
no era consciente del aborrecimiento que a sí mismo se profesaba ni de la
marcha lerda que animaba su labor. Sin
que lo advirtiera, la Tienda lo fue devorando hasta que su juicio lo eclipsó su
acomodamiento al sistema social del cual era subsidiario. Y como nada parecía entusiasmarlo, pretendía
darse muerte mediante la ingesta convulsa de nicotina en el menor tiempo
posible. Arrellanado en la poltrona
frente al espejo, bañado por la luz de la luna, se hundía en la fría soledad de
su mañana ahogado en una bocanada de humo pretendiendo terminar su vida sin
reclamos. La sustancia corrosiva vibraba
en sus venas, incendiaba sus pulmones y afloraba a la superficie de las cosas a
través de una garganta maltrecha donde se apoderaba del aire y simplemente lo
hacía dañino. Daño plácido que auguraba
su fin.
Desde hace mucho se prometió esa muerte,
tradicional en su parentela. Abuelos,
tíos y primos habían muerto a causa del cigarrillo. Negligentemente recordó a su tía: con el
hueso de la quijada carcomido por el cáncer, se obstinaba en mantener la
colilla presa en sus labios hasta que se extinguiera el humo. La enfermedad consumía sus carnes faciales y
lo que antes fue una mujer bella, con el avance de la enfermedad y el apuro del
cigarrillo, se transformó en un horrible ser que depositó su último aliento
infestado de nicotina en una cama de hospital.
Y hasta el último momento, cuando el hueso se reducía a un cartílago
frágil y el músculo maxilar no era más que una melaza granate que amenazaba
permear la piel traslúcida, pudo apretar la colilla. Su primo no tuvo mejor suerte: en su
cumpleaños, como regalo apreciaba más una cajetilla del preciado vicio que un
reloj o una corbata. Siendo todavía
joven, la consecuencia de su depravación lo amarró a respiradores artificiales
para mantenerlo en este mundo. Comenzó a
fumar temprano, cuando sus pulmones no se habían desarrollado lo suficiente
para funcionar como es debido. Gracias a
su precocidad, la nicotina le horadó los bronquios y destrozó su aparato
respiratorio y ni siquiera el dolor intenso de tal degeneramiento lo disuadió
de su empresa. Al igual que su tía,
hasta el último instante aspiró la causa de su prematuro deceso y no se halló
en sus cadavéricas facciones señas de arrepentimiento o pena. Para él, fiel a ese legado, era una muerte
natural. Sacramentalmente cada madrugada
encendía un cigarrillo y con la solemnidad de un sacerdote se consumía en su
propósito suicida: cada cigarrillo extinto en sus labios era una forma de
agotar el tiempo en su vida y el fuego que calcinaba el tabaco una manera de
quemar ese tiempo.
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